domingo, 19 de abril de 2009


ARTE SAGRADO

La concepción del arte en el mundo antiguo siempre esta vinculada a lo Sagrado.
Lo Sagrado es equivalente a la Realidad, y ella se encuentra en el Centro.
El hombre antiguo siente la necesidad de vivir desde ese Centro, lugar donde reside la posibilidad de comunicarse con los dioses,
el Principio Divino.
Se ve a sí mismo como un microcosmos en el cual todo está relacionado, mediante la vivencia de determinados símbolos se integra en el arquetipo de toda creación.
A modo de ejemplo vemos la columna vertebral como el pilar cósmico de cual surge todo, es el monte Meru, la montaña sagrada de la India por excelencia y todo ello representa el centro, el eje del mundo y del ser.
El arte es una forma de conexión con lo Divino, nos lleva a una dimensión superior, ayudándonos a integrar este Principio Divino, mediante el rito para el beneficio de la persona y de la comunidad.

Veamos un ejemplo de arte en el budismo según este gran estudioso de las religiones llamado Ananda Coomaraswamy:
El artista se retira a un lugar solitario después de la ceremonia de purificación. Allí invocará a las huestes de budas y bodisattvas, a los que dedicará una ofrenda
de flores reales o imaginarias.
A continuación debe lograr con el pensamiento los cuatro estados de ánimo infinitos: la amistad, la compasión, la simpatía y la imparcialidad.
Después meditará sobre el vacío perfecto, llamado sunyata, pues se dice que “el fuego de la idea del abismo destruirá para siempre los cinco factores” de la conciencia del ego. Incluso Goethe decía que “el que alcanza la visión de la Belleza se libera a sí mismo”.
Después de este rito de purificación el artista puede invocar a la divinidad deseada mediante la pronunciación de la palabra clave adecuada, identificándose plenamente con la divinidad que ha de ser representada.
Es al pronunciarse la Palabra Sagrada, el mantra que describe los atributos de la Divinidad cuando ésta se hace visible “como un reflejo” o “como un sueño”, siendo esta imagen la que servirá al artista como modelo.
Este ritual establece las bases para el abandono del principio del pensamiento a favor de la identificación con el objeto de la obra, lo que dará viveza a la imagen final.

Al hombre moderno le cuesta trabajo aceptar que, para determinados seres humanos, lo Sagrado pueda manifestarse en las piedras o en los árboles.
No se trata de la veneración a una piedra o a un árbol en sí mismo. Se trata del hecho de ser reconocidos como manifestación de lo Sagrado, por el hecho de que muestran algo que ya no es piedra ni es árbol, sino lo Sagrado en sí mismo, expresan Energía Divina.

Al manifestar lo Sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, es decir, una piedra sagrada sigue siendo una piedra, aparentemente nada la distingue físicamente del resto de piedras,
sin embargo para quienes aquella piedra se revela como Sagrada, su realidad inmediata se transmuta y pasa a ser una realidad sobrenatural.
El hombre de las sociedades arcaicas tiene tendencia a vivir lo máximo que puede en lo Sagrado y en la intimidad de los objetos consagrados, está receptivo a experimentar y sentir la energía que emanan los objetos Sagrados.

Lo Sagrado equivale a la Realidad por excelencia, lo Sagrado está saturado de Ser, es principio cósmico de unión y armonía.

La concepción del mundo antiguo parte de que el ser humano forma parte de un todo no dividido, estamos integrados en la naturaleza porque somos naturaleza.

El mundo era visto como una entidad simbiótica en la cual cada ser vivo interactuaba con otro influyéndose mutuamente.
Se veían así mismos como una parte integrante de todo lo que era el mundo visible y el invisible.

La tierra como madre nutritiva y el cielo como padre protector.
La ruptura de esta sensibilidad orgánica vino con el declinar de la sociedad feudal, cuando se desarrollan las primeras ciudades comienza también a emerger el pensamiento analítico, surge la era de la razón.
Así pues lo Divino, representado por Dios como patriarca vigilante y aislado en el cielo, aparece fuera de la naturaleza, aparte de ella.
Esto da lugar a la idea de que lo femenino, lo oscuro y misterioso de la tierra se contraponía a las fuerzas luminosas y sobrenaturales del cielo.
Se comienza a hablar del bien y del mal, pensamiento inadmisible para la mentalidad antigua.
La muerte, asociada a las fuerzas oscuras, se volvió irreconciliable con la vida, en vez de ser una transición, un viaje inevitable en el ciclo de existencia.
La naturaleza en vez de ser una aliada, pasa a ser un enemigo al que había que vencer y conquistar.
El hombre comienza a mantenerse fuera de ella, apartado de ella y por encima de ella.
La tierra dejó de estar íntimamente conectada a las personas, y por el contrario se convirtió en un objeto que podía ser manipulado y explotado.
El principio de unión del mundo antiguo fue sacrificado por el dominio a la naturaleza, desde este punto nació el pensamiento moderno dando lugar a la tecnología y sus derivados, el “progreso”.
Ante esta nueva concepción del mundo se produce un cisma entre lo sagrado y lo profano.
Para explicar y organizar el mundo se creó un conjunto nuevo de valores y creencias. A esta “nueva religión” se la llamó ciencia.
Los cimientos del pensamiento científico fueron enterrados dentro del “materialismo empírico” de Aristóteles, que emerge durante el Renacimiento. Con él la realidad vino a significar aquello que podía ser demostrado materialmente. La materia se entendía como algo concreto, tangible, fijo, y por lo tanto “real”.
El físico Roger Jones comenta lo siguiente sobre el legado de Descartes:
“Su genialidad, que se ha abierto paso limpiamente a través de la densa telaraña del misterio primitivo, ha cortado también nuestra conexión sensible con el universo”

La cooperación armónica de todos los seres surgió no de las órdenes de una autoridad superior externa a ellos, sino del hecho de que todos eran y se sentían partes de una jerarquía de totalidades que formaba un patrón cósmico y orgánico, y todos obedecían a los dictados internos de su propia naturaleza.

Aplicándolo al arte, es desde el sentir, desde la propia conexión interna, que podemos vivenciar un sentimiento profundo de unión con el padre cosmos, con todos los seres y con la madre tierra, es desde el centro del ser, que experimentamos este éxtasis de unión, es desde la experiencia que modificamos nuestra propia naturaleza y la de aquellos observadores de la obra.

El arte no como una teoría intelectual y estética externa, sino como un sentir transcendente.

Para el hombre antiguo todas las artes se conciben de origen divino, por ello tienen un efecto transformador en el cual el artista se convierte en canal en beneficio del prójimo.

En la edad media el artista debe comenzar su preparación de una forma bastante similar al monje budista que hemos visto anteriormente, y sobre todo lo esencial es que esté enteramente entregado a ella, “para él es exactamente lo mismo que estar amando”, es trabajar por amor a Dios, porque la perfección de la obra es “preparar a todas las criatura para volver a Dios”, ya que “en su modo natural, éstas, están ejemplificadas en la divina esencia, y esto será válido incluso si el pintor pinta su propio retrato, la imagen de dios en sí mismo.
Es el sentido que Dios y yo somos uno y en la que todas las obras realizadas desde este sentir están vivas.

“El esplendor supremamente puro de la esencia indivisible ilumina todas las cosas a la vez”.

Tanta experiencia estética pura como le es posible a uno es su garantía de perfección última y de felicidad perfecta. Es como artista-estudioso como el hombre se prepara para volver al principio divino, en tanto que las ve intelectual y sensiblemente.

Desde el punto de vista del maestro Eckhart el significado real del arte:
“Es en el acto de la unidad, de la gran entrega mediante el Amor el artista se consagra al supremo”, “nosotros deseamos una cosa mientras no la poseemos. Cuando la tenemos, la amamos, desapareciendo entonces en el deseo”.

Amante y amado unidos, cielo y tierra en armonía.
En este sentir místico, de unidad, encontramos el punto común del pensamiento antiguo, indígena, asiático, africano y cósmico.
Pertenece a una certeza universal de amor y unidad, el Divino es el mismo sentir para todas las culturas, es éxtasis de amor y gozo y conexión profunda con todos los seres.

Para los artista indios el retrato pintado tenía como función primaria sustituir la presencia del original vivo.
En las historias del vikramacaritra cuenta que el rey está tan apegado a la reina que la mantiene a su lado, incluso en el consejo, cosa desaprobada por los cortesanos, así que el rey consiente en tener un retrato pintado de ella como sustituto de su presencia.
Se autoriza al pintor de la corte ver a la reina: éste la reconoce como una “señora del loto”, y la pinta con las características de una señora del loto, sin embargo se alude al retrato no como una figura, sino como su aspecto intrínseco, su esencia.

El mundo moderno ha olvidado este sentir, este vivir desde el centro, la desconexión con la fuerza sagrada que todos tenemos en nuestra alma nos hace valorar el arte de una forma absolutamente superficial y sin sentido, actualmente se valora más al artista y no a la obra, se ha convertido en un simple comercio intelectualizado.

Si volvemos a conectar con nuestra esencia y volvemos a trabajar desde el respeto, el amor, integrando lo sagrado en cada latido de nuestro corazón, volveremos a sentir esa fuerza de vida y plenitud, gozo y alegría que proporciona el religarte al centro.

El arte debe ser un medio transformante y armónico para todos los seres, es algo trascendente que modifica beneficiando de dentro hacia fuera a todos los niveles.
Creando vamos transformándonos y nuestra esencia, el Ser, comienza a brillar con mas fuerza.

Mi beneficio es el beneficio también para el otro porque todos somos uno, y es desde la unidad que podemos crear y experimentar la energía sagrada.



Bibliografia:
LA DANZA DE SIVA, Ananda Coomaraswami, Editorial Siruela
LA TRANSFORMACIÓN DE LA NATURALEZA EN EL ARTE, Ananda Coomaraswami, Editorial Kairós
ENTRE EL CIELO Y LA TIERRA, Harriet Beinfield y Efrem Korngold, Editorial Liebre de Marzo.

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