miércoles, 22 de abril de 2009

ALEJAMIENTO DEL ARTE OCCIDENTAL DE LOS SENTIDOS Y LA NATURALEZA

¿Cuál ha sido el proceso por el que el arte occidental se ha ido alejando de los sentidos para convertirse, prácticamente, en un elemento más dentro de un sistema de compra-venta de valores? ¿Cuándo se inició la pérdida de contacto con la naturaleza, con todo aquello que nos vincula con nuestra existencia real, al sentir más profundo del alma y no así con lo superfluo?

En realidad, el alejamiento de los sentidos del arte generado en Occidente encierra, además, un prejuicio aún peor, y éste no es otro que su sentimiento de superioridad respecto a las demás culturas, un sentimiento que, a pesar del discurso contemporáneo acerca del diálogo entre civilizaciones, está profundamente arraigado en el imaginario colectivo occidental y que influye terriblemente en su mirada hacia sí mismo y hacia el otro.

Habría que remontarse al nacimiento de la tradición judeocristiana para encontrar las raíces de este pensamiento que marcará la concepción del arte. El rechazo del politeísmo, en el que dioses y diosas entroncaban con la naturaleza o formaban parte directamente de ella, condujo a una concepción inequívocamente patriarcal y antropocéntrica de la religión y, a través de ésta como explicación única del mundo, de la vida. El arte, como reflejo de esta concepción, no podía mantenerse aparte.

Así, las religiones monoteístas –Islam, cristianismo y judaísmo- fueron interiorizando una cosmovisión en la que sólo podía existir una Verdad –la suya-. Todas las demás visiones eran un error, un error que debía corregirse por la vía del convencimiento –misioneros cristianos, por ejemplo- o, incluso, mediante el uso de la fuerza –la conquista de América fue paradigmática en este sentido-.

El alejamiento del hombre de la naturaleza ya había sido señalado. Y de hecho, la naturaleza irá siendo concebida como un objeto al que hay que temer –las plagas bíblicas serían un buen ejemplo de ello- y al que, al fin, dominar. Y si la naturaleza es un “enemigo” también lo son, por supuesto, los sentidos que emanan de ella. Aún hoy, iglesias protestantes prohíben el baile entre sus feligreses, porque consideran que a través de él puede introducirse “el mal”. Es la historia del arte occidental –en el que habría que incluir al islámico- una historia de prohibiciones y, en ocasiones, de resistencias.

Arte plumario cultura quechua.

Pequeñas muñecas utilizadas como ofrenda a los Dioses




En otras latitudes, incluso cuando los gobiernos tomaban la forma de imperios, como en China, la cosmovisión seguía arraigada en la naturaleza. De hecho, en lengua china la palabra naturaleza significa “todo lo que hay entre el cielo y la tierra”, incluyendo tanto al hombre como al insecto más insignificante, ambos en un plano de igualdad. Y es aquí donde estriba la principal diferencia entre la cosmovisión occidental y las demás culturas: el lugar en el que se sitúa al ser humano: dominador o igualitario.

En Asia, por ejemplo, y aún a pesar de que sus sociedades se regían por cánones estrictamente jerárquicos, la separación hombre-naturaleza no llegó a producirse –y en muchos sentidos aún no se ha producido-. Así, por ejemplo, China era conocida también como el “Imperio celeste”, en un claro guiño a su pertenencia al cielo que nos engloba, Corea era “el país de la calma matutina” –una nueva referencia natural- y Japón el país del “sol naciente”. En China el dios del cielo, Shang-Di, otorgaba beneficios o castigos a los hombres a través de los propios fenómenos naturales, en un tipo de relación hombre-naturaleza que también encontramos en la América precolombina y que, en determinadas formas y expresiones ha logrado pervivir hasta nuestro días.

La expansión del antropocentrismo: el fin del arte anónimo y la introducción del concepto mercantilístico de la obra de arte

Las culturas occidentales son, por definición, expansivas. Sin embargo, hasta el siglo XVI su expansión se había limitado a ciertas áreas geográficas muy concretas. Los adelantos científicos y militares llevarían la cultura occidental –a través de sus ejércitos y sus religiosos- hastas los confines del mundo. El colonialismo, entendido éste como la “obligación moral” de dominar al “otro” y de “convertirlo” en uno más de nosotros –o en nuestro sucedáneo- dibujaría el mundo que hoy conocemos.

En esta fase histórica, el arte se convirtió en reflejo de los diferentes avatares que vivía cada cultura. En América hubo expresiones artísticas que desaparecieron por completo, ya que fueron consideradas nocivas desde la nueva cosmovisión que pretendía imponerse. Esto fue especialmente sangrante en el caso de aquellas expresiones artísticas ligadas a las creencias religiosas –de hecho, éstas formaban un todo con la concepción de la vida, no podían separarse-. Fueron, literalmente, borradas del mapa, en lo que podría calificarse como un verdadero Apocalipsis cultural.

Si bien en unos continentes este proceso fue más intenso que en otros, América primero y África sufrieron sobremanera el colonialismo impuesto por las ansias de poder de las culturas occidentales. De hecho, el arte que se producirá en las colonias será sólo –pese al talento innegable de muchos artistas- una burda copia del arte producido en las metrópolis. Los temas, los motivos, los intereses que reflejará, por ejemplo, la pintura colonial americana, no serán más que una imitación de lo hecho en Europa, tenido siempre como modelo y como fuente única de inspiración.

Arte colonial Boliviano
“San Miguel Arcangel”
Melchor Perez Holguin 1708

El alejamiento entre arte y cuerpo humano era ya evidente. En la visión cristiana, por ejemplo, el cuerpo sólo podía ser fuente de pecado y/o de sufrimiento, cuando aparece, lo hace limitada a unos roles muy específicos y, por supuesto, sometida al hombre. Y en todo este proceso no hay que olvidar cómo, progresivamente, el artista anónimo va dejando paso al autor, quien firmará sus obras y se convertirá en un personaje reclamado y disputado por las diversas cortes europeas. El arte queda encerrado en palacios y castillos, inventariado, aparcado en colecciones particulares que sólo servirán para acrecentar el ego de sus propietarios, y alejar el arte de las clases populares.

En el siglo XIX Europa vive una fiebre museística que lleva a las ciudades a competir entre sí por captar colecciones e incluso se “reconoce” el talento de otras culturas a la hora de producir arte, saqueando sus piezas y conduciéndolas a Europa –la expedición de Napoleón a Egipto fue el primer paso de un expolio que aún hoy sigue.

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